Biscuter, ex ladrón de coches de fin de semana en Andorra y cocinero aficionado con posibilidades de llegar a establecerse por su cuenta en un restaurante de comida casera en los primeros años del próximo milenio. Biscuter, alumno aventajado de las improvisadas enseñanzas de su maestro y mentor, José Carvalho Larios o Tourón.
Biscuter, un hombre enclenque, escuchimizado, un hombre sin razón ni horizonte hasta que encontró a Carvalho. Veinte años de admiración y respeto de este aventajado aprendiz de Watson en historias de misterio sin muchos misterios que resolver. Biscuter, más de veinte años de obediencia y de escuchar con atención. «¡He aprendido mucho a su lado, jefe!» Biscuter, auscultador privilegiado de los latidos de la Boquería, el viejo mercado centro de su mundo.
Lo más que Carvalho le ha llegado a preguntar en espera de respuesta ha sido si alguien ha llamado al despacho, cómo están Las Ramblas esta mañana o cómo has hecho los riñones al jerez, Biscuter, «que ya sabes que me gustan limpios de grasa y de tendones y cortados en láminas finas».
Carvalho y Biscuter se conocieron en la cárcel de Lérida a principios de los años 60. Carvalho cumplía condena de dos años por rojo, aunque lleno de dudas. Más o menos cuarta caída después de Marcos Núñez. Posiblemente 1959. Biscuter, más acostumbrado a la prisión que a un hogar que nunca tuvo con anterioridad a su adopción por Carvalho, viviendo entre ollas y peroles en tareas de ayudante de cocina, era uno de los pocos presos comunes que tenía contacto con el grupo de los políticos. Les hacía tortilla de patatas, lo único que sabía cocinar con solvencia mientras miraba con interés de aprendiz cómo Carvalho hacía platos más sofisticados con tecnología de antes de la primera revolución industrial: «¡Hasta una bullabesa de chatka hizo usted, jefe!»
Después de todo aquello Carvalho se fue a Estados Unidos a dar clases de español a una universidad del medio Oeste, y si te he visto, no me acuerdo. Carvalho entró en la CIA, posiblemente el primer y único gallego que ha entrado en la CIA sin que la CIA se diera cuenta. Media vuelta al mundo. Europa, Asia, América. Detective privado en San Francisco. Finalmente, vuelta a Barcelona ante la imposibilidad literaria y real de que haya una ficción de intrigas internacionales creíble y con aspiraciones de bestseller protagonizada por un gallego mestizo. Con suerte, tal y como le apuntó Fuster una vez, acabaría «actuando de extra en una novela de Le Carré». Así es que a Barcelona. A vagabundear de día por las mismas callejas donde nació para poder mirárselas de noche desde la suficiente distancia de una Vallvidrera marfileña. A respirar otra vez bocanadas de infancia.
Carvalho reencontró a Biscuter «en la calle, a pocas manzanas de la Modelo», a finales de 1974. O quizá fue en 1975. Iba el hombrecillo de aquí para allá, merodeando como un perro extraviado y Carvalho le advirtió que si no guardaba cuidado le devolverían a la jaula. «[...] En cualquier redada caía un Biscuter desempleado, víctima de la Ley de Vagos y Maleantes.»
Habían pasado doce, trece años desde los tiempos de Lérida. Carvalho le echó el lazo con naturalidad, descuidadamente, sin papeleo de ningún tipo, como antes se ofrecían y se aceptaban los trabajos. «Cuidas de un despacho pequeño. De vez en cuando me haces el café o una tortilla de patatas, que es lo tuyo [...]. Puedes dormir en el despacho, te pago la comida y te doy dos o tres mil pesetas al mes para tus gastos.» Dos o tres mil pesetas, demasiado dinero para los poquísimos gastos de un hombre austero, sin vicios, sin tabaco, sin mujeres que llevarse a la cama.
El detective conservaba todavía en algún rincón de su paladar aquel sabor a tortilla de patatas de prisión que ni los años en Estados Unidos habían conseguido eliminar. Regusto a mucho aceite de no importaba qué clase, a patatas bien fritas y bien revueltas con los huevos antes de tirar toda aquella masa amarillenta a la sartén, ahora ya con poco aceite. Una vuelta. Otra. Hecha por fuera, crudita por dentro. Lista. Como el hombre del poema de Pavese al probar un mendrugo de pan, Carvalho vuelve a la cárcel de Lérida cuando prueba la tortilla de patatas de Biscuter. Demasiados recuerdos. Demasiada memoria. Demasiada mala memoria hasta en el paladar.
Biscuter, un niño de segunda posguerra que no cabía en la vida de su madre «como un mueble que no cabe en un piso». Primero con los abuelos. Después al asilo Durán de la calle Vilana. Más tarde a la cárcel. Entrando y saliendo de los quince a los treinta años. Otro desclasado que Carvalho rescata de los basureros de la ciudad. Otro ser humano agradecido a un detective al que le molesta que le agradezcan nada para no sentirse íntimamente en deuda con nadie. Biscuter, el único "familiar" que todavía es fiel a Carvalho pero que ya prepara en París, en sofisticados cursos de cocina, su puente de plata para alcanzar el próximo milenio solo, sin la ayuda de nadie y sobre todo sin la presencia engorrosa de un Pepe Carvalho que agota su tiempo.
Muy buen texto sobre biscuter. Grazie mille
RispondiElimina